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Atrapado en las alturas (2 / 2)

¡Sólo me faltaba ya para arreglar las cosas provocar una pérdida y zambullirme sin remedio en aquel oscuro avispero! Por otro lado, la temperatura era extremadamente baja y a pesar de tener la calefacción de cabina a tope (la eficacia del dispositivo no es como para dar vítores), me encontraba tiritando como un pollo recién salido del huevo. "Joder, sólo a ti se te ocurre salir a volar en mangas de camisa en pleno mes de abril" -me dije cabreado mientras aferrado a la palanca observaba de reojo el forro polar que descansaba en el espacio tras los asientos.

Tras lo que me pareció una eternidad, conseguí finalmente alzarme sobre la masa nubosa, a 17.500 pies QNH: ¡récord personal absoluto sin cabina presurizada! Ahora el sudor (bien frío por cierto) había remitido un poco, pero aquello distaba mucho de estar superado. Aproveché el breve respiro para escabullirme del cinturón de seguridad y entre aparatosas tiritonas, apoderarme del forro polar y encasquetármelo. Quizá la temperatura exterior era de 25 o 30 grados bajo cero, porque la prenda tampoco me devolvió el calor corporal, pero al menos el tembleque bajó de intensidad.

Pasando a analizar la situación, estaba muy claro que el norte y el oeste me estaban vedados, pues hacia allí se encrespaban montañas nubosas bastante por encima de mi nivel actual. Tampoco al sur la cosa pintaba mejor, así que la única salida estaba al este y hacia allí me encaminé sin dudarlo, contorneando continuamente promontorios nubosos en una especie de slalom infernal y con el corazón en un puño de pensar que la nube consiguiera al final engullirme de abajo hacia arriba. Tras un buen rato a aquellas alturas estratosféricas (curiosamente, no detecté síntomas de hipoxia, quizá tenga sangre montañera... o quizá estaba demasiado estresado como para detectar nada) y urgido cada vez más por la cercanía del ocaso, terminé por localizar un hueco entre las nubes con el tamaño suficiente como para colarme por él sin grandes holguras. ¡Qué negro y qué lejos se veía el terreno allá abajo!

Cuando tras muchos giros conseguí dejar la nube arriba, el altímetro marcaba 5.000 pies y pude reconocer no lejos de allí Sabiñánigo: ¡no está mal, 70 kilómetros desviado hacia el este! Pero aquello estaba bastante negro y como no podía ser menos, la cúpula se empezó a perlar de gotillas. Motor a fondo, puse rumbo a Lumbier entre una fina lluvia (al menos tenía a la vista el aeródromo de Santa Cilia como recurso de urgencia) con el poco tranquilizador espectáculo de un buen festival de relámpagos en mi horizonte cercano, cerca de la Sierra de Leire que aún debía atravesar. Crucé los montes "emparedado" entre cima y nube, con la pirotecnia afortunadamente algo más a la izquierda y me abalancé como un poseso sobre mi anhelado aeródromo, difícil de distinguir claramente en los claroscuros del ocaso. Viento nulo, una toma sin historia y un impulso nunca antes tan sentido de besar el suelo al estilo de los pontífices.

Como epílogo del episodio, me parece oportuno incidir en la idea de que más vale escarmentar en carne ajena que en la propia; por tanto, cedo mi traumática aunque felizmente inocua aventura a todos los voladores lectores de estas líneas para que la incorporen como propia a su acervo de experiencias y desconfíen por sistema de las nubes gordas, de los días inestables y de la idea de que "hay que volver por narices". Un día meteorológicamente idílico se puede estropear en poco tiempo y a veces la evolución de las nubes es vertiginosa. Vale más pasar una noche al raso en un aeródromo solitario que terminar engrosando la estadística de siniestralidad aérea.

Y al final, no dejemos nunca de considerar ese viejo adagio de la aviación, no por más usado menos de actualidad: "El despegue es voluntario, pero el aterrizaje es obligatorio".

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